Alejo Carpentier
El arpa y la sombra
Alianza Editorial
Madrid 1998
1. El arpa
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El mundo andaba revuelto. La francmasonería se colaba en todas partes. Hacía cuarenta años apenas -¿y qué son cuarenta años para el decurso de la Historia?- que habían muerto Voltaire y Rousseau, maestros de impiedad y de libertinaje. Menos de treina años antes, un muy cristiano rey había sido guillotinado así, como quien no dice nada, a la vista de una multitud atea y republicana, al compás de tambores pintados con los mismos azules y rojos de las escarapelas revolucionarias... Indeciso en cuanto a su porvenir, después de desordenados estudios que incluían la teología, el derecho civil, el castellano, el francés, y
un latín muy llevado hacia la poesía de Virgilio, Horacio y hasta de Ovidio -nada que fuese de gran utilidad, en aquellos días, para el sustento cotidiano-, después de frecuentar una brillante sociedad romana que lo acogía calurosamente por su apellido, aunque ignorante de que, muy a menudo, falto de moneda para comer en fonda, lo que más apreciaba el joven en las recepciones -más que el escote de las hermosas damas, más que los bailes donde aparecía ya la licenciosa novedad de la valse, más que los conciertos dados por músicos famosos en [-22;23-] ricas mansiones- era el llamado del mayordomo al comedor donde, a la luz de candelabros, sobre bandejas de plata entrarían las abundantes viandas que apetecían sus hambres atrasadas.
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Recordó el Papa que Colón había pertenecido, como él, a la orden tercera de San Francisco, y que franciscano era el confesor que, cierta tarde, en Valladolid... ¡Oh, haber sido Él, ese obscuro fraile que, aquella tarde, en Valladolid, tuvo la inmensa ventura de recibir la confesión general del Revelador del Planeta! ¡Qué deslumbramiento! ¡Y cómo debió poblarse de imágenes cósmicas, la tarde aquella, una pobre estancia de posada vallisoletana, transformada, por el verbo de Quien hablaba, en un prodigioso Palacio de Maravillas!... Jamás relato de
Ulises en la corte de los feacios debió aproximarse, siquiera de lejos, en esplendor y peripecias, al que hubiese salido, aquella tarde, de la boca de Quien, al caer la noche, conocería los misterios de la muerte, como había conocido, en vida, los misterios de un más allá geográfico, ignorado aunque presentido por los hombres desde «la dichosa edad y siglos dichosos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados» -dichosa edad y siglos dichosos, evocados por Don Quijote en su discurso a los cabreros...
2. La mano
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A ésos, la confesión postrera habrá menester de pocas palabras. Pero los que, como yo, cargan con el peso de imágenes jamás contempladas por hombres anteriores a los de su propia aventura; los que, como yo, tomaron los rumbos de lo ignoto (y otros se me adelantaron en eso, sí, lo diré, tendré que decirlo, aunque para que se me entienda mejor llamé Cólquida lo que jamás fue Cólquida); los que, como yo, penetraron en el reino de los monstruos, rasgaron el velo de lo arcano, desafiaron furias de elementos y furias de hombres, tienen harto que decir. Decir cosas que serán de escándalo, desconciertos, trastrueque de evidencias y revelación de engaños para el fraile oidor. Aun en secreto de confesión. Pero, en este momento, cuando vivo -aun vivo- en espera del oidor postrero, somos dos en uno. El yacente, de manos ya puestas en estampa de oración, resignado -¡no tanto!- a que la muerte le entre por esa puerta, y el otro, el de adentro, que trata de librarse de mí, el «mí» que lo envuelve y encarcela, y trata de ahogarlo, clamando, en voz de Agustín: «No puede ya mi cuerpo con el peso de mi alma ensangrentada». Mirándome con los ojos de otro que junto a mi lecho pasara, me veo como aquella rareza que en la isla de Chío exhibiera un feriante de zodiaco pintado en la cinta del sombrero, diz que como traída de la tierra de Tolomeo: era como una caja, de forma humana, dentro de la cual había una segunda caja, semejante a la primera, que a su vez encerraba un cuerpo al que los egipcios, mediante sus artes de embalsamadores, habían conservado el aspecto de la vida.
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Según testigos de incuestionable autoridad, hay, en Extremo Oriente, razas de hombres sin narices, teniendo todo el semblante plano; otros, con el labio inferior tan prominente que, para dormir y defenderse de los ardores del sol, se cubren con él toda la cara; otros tienen la boca tan pequeña que ingieren la comida sólo con una caña de avena; otros, sin lengua, usando sólo de señas o movimientos para comunicarse con los demás. En Escitia existen los Panotios, con orejas tan grandes que se envuelven en ellas, como en una capa, para resistir el frío. En Etiopía viven los Sciópodas admirables por sus piernas y la celeridad de su carrera, y que, en verano, acostados sobre la tierra en posición supina, se dan sombra con las plantas de los pies, tan largaas y anchas que pueden usarlas como quitasoles. En tales países, hay hombres que sólo se alimentan de perfumes, otros que tienen seis manos, y, lo más maravilloso, mujeres [-57;58-] que paren ancianos -ancianos que rejuvenecen y acaban volviéndose niños en la edad adulta. Y, sin tener que ir tan lejos, recordemos lo que nos cuenta San Jerónimo, supremo doctor, al describirnos un fauno o caprípedo que fue exhibido en Alejandría, y resultó ser un excelente cristiano, contra todo lo que pensaban las gentes, acostumbradas a asimilar tales seres a las fábulas del paganismo... Y si muchos se jactan ya de conocer la Libia, lo cierto es que ignoran todavía la existencia de hombres tremebundos que nacen allí sin cabeza, con los ojos y la boca colocados donde nosotros tenemos las tetillas y el ombligo. Y en la Libia parece que viven también unos antípodas que tienen las plantas de los pies vueltas y ocho dedos en cada planta. Pero, en eso de los antípodas, las opiniones están divididas, porque algunos viajeros afirman que ese pueblo se nos presenta en una desagradable diversidad de cinocéfalos, cíclopes, trogloditas, hombres-hormigas y hombres acéfalos, amén de hombres con dos caras, como el dios Jano de los antiguos... En cuanto a mí, no creo que tales sean las trazas de los antípodas. Estoy convencido -aunque este criterio me sea muy personal- que los antípodas son de muy distinta naturaleza: se trata, sencillamente, de los que menciona San Agustín, aunque el Obispo de Hipona, obligado a hablar de ellos porque mucho se hablaba de ellos, negara su realidad. Si los murciélagos pueden dormir colgados de sus patas; si muchos insectos transitan muy naturalmente en el cielorraso de esta habitación de putas donde ahora reflexiono -mientras la mujer ha ido por vino a la taberna cercana- puede haber seres humanos capaces de andar con la cabeza para abajo, diga lo que diga el venerado autor de Enchiridion. Volatineros hay que se pasan media vida caminando con las manos, sin que los humores sanguíneos les revienten las sienes; también me contaron de santones que, en las Indias, se paran en los codos y, teniendo el cuerpo tieso, inmóvil, pueden pasarse meses con las piernas en alto. Menos portento hay en ello que haber permanecido, como Jonas, tres días y tres noches en las entrañas de la ballena, con la frente ceñida de algas y respirando como si se hallase en su ambiente natural. Negamos muchas cosas, porque nuestro limitado entendimiento nos hace creer que son imposibles. Pero, mientras más leo y me.instruyo, más veo que lo tenido por imposible en el pensamiento se hace posible en la realidad. Para cerciorarse de ello basta con leer los relatos y crónicas de animosos mercaderes, de grandes navegantes -de grandes navegantes, sobre todo, como aquel Piteas, nauchero de Marsella, adiestrado en los modos fenicios de bogar, que, llevando su nao hacia el norte, y cada vez más hacia el norte, en su insaciable afán de descubrir, llegó a un lugar donde el mar se endurecía como el hielo de los picos montañosos. Mas { pienso que aún he leído poco. Debo conseguirme más libros.
Libros que traten de viajes, sobre todo. Me dicen que en una tragedia de Séneca se habla de aquel Jasón, que yendo al este del Ponto Euxino, al frente de sus argonautas, halló la Cólquida del vellocino de oro. Debo conocer esa tragedia de Séneca, que enseñanzas de mucho provecho debe encerrar, como todo lo que escribieron los antiguos.
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Se me barajan, se me revuelven, se me trastruecan, desdibujan y redibujan, todos los mapas conocidos. Mejor olvidar los mapas, pues se me hacen, de pronto, petulantes y engreídos con su jactanciosa pretensión de abarcarlo todo. Mejor me vuelvo hacia los poetas que, a veces, en bien medidos versos, pronunciaron verdaderas profecías. Abro el libro de las Tragedias de
Seneca que me acompaña en este viaje. Me detengo en la tragedia de Medea, que tanto me agrada por lo mucho que se habla en ella del Ponto y de la Escitia, de rumbos, de soles y estrellas, de la Constelación de la Cabra de Olena, y hasta de Osas que se habían bañado en mares prohibidos, y me detengo en la estrofa final del sublime coro que canta las hazañas de Jasón:saecula seris quibus Oceanus
uincula rerum laxet et ingens
pateat tellus Tethysque nouos
detegat orbes nec sit terris
ultima Thule
Tomo una pluma y traduzco, según mi entender, en el castellano que aún manejo con alguna torpeza, esos versos que muchas veces habré de citar en el futuro: «Vendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar Océano aflojará los atamentos de las cosas y se abrirá una gran tierra, y un nuevo marino como aquel que fue guía de Jasón, que hubo nombre
Tiphi, descubrirá nuevo mundo, y entonces no será la isla Thule la postrera de las tierras». Esta noche vibran en mi mente las cuerdas del arpa de los escaldas narradores de hazañas, como Vibraban en el viento las cuerdas de esa alta arpa que era la nave de los argonautas.
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Y pienso, sobre todo, en una cuestión de distancias. Largo debió de parecer a los navegantes el viaje de ida -como largo nos parece siempre el camino desconocido que no sabemos en cuanto tiempo habremos de recorrer-; pero, en verdad, no debe estar tan lejos de la Tierra del Hielo, (ice-landia, como se dice en su lengua, que es la Thile o Thule de los antiguos) esa otra tierra del salmón y de la vid, de donde fueron arrojados -y me resulta increíble que hubiesen tenido tan poco valor- por un puñado de monicongos sin espadas ni venablos.
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Mi ambición ha de aliarse al secreto. De ahí que deba callar la verdad. Y, por la necesidad de callarla me enredo en tal red de patrañas que sólo vendrá a desenredarla mi confesión general, revelando al asombrado franciscano que habrá de escucharme que, al caldeárseme la mente por pensar siempre en lo mismo; al verme acosado, día y noche, por la misma idea; al no poder abrir ya un libro sin tratar de hallar, en el trasfondo de un verso, un anuncio de mi misión; en buscar presagios, en aplicar la oniromancia a la interpretación de mis propios sueños, llegando, para ello, a consultar los textos del Pseudo-José y las Claves Alfabéticas del Pseudo-Daniel, y, desde luego, el tratado de Artemidoro de Éfeso; en vivir febril o desasosegado, trazando proyectos más o menos fantasiosos, me fui volviendo grande e intrépido embustero -ésa es la palabra. Diré, sí, diré que mirándome a mí mismo en hora postrera, hallo que otros, menos embusteros, mucho menos embusteros que yo, fueron llevados a enrojecer sus pálidos embustes en tablado mayor de Santo Oficio. Porque bien poco pesan los embustes de quienes engañan al mozo enamorado vendiéndole filtros de amor, aconsejan manejos de menuda hechicería para propiciar tratos deshonestos, recetan untos de oso, de culebra, de erizo, polvo de cementerio, cocimientos de corteza de espantalobos, de pico de oro y hoja tinta, recitados de la Clavícula de Salomón; bien poco pesan las intrigas del trotaconventos y alcahueterías de quienes invocan a un Príncipe de las Tinieblas demasiado atareado en trabajos mayores para atender semejantes necedades -poco pesan, muy poco pesan, digo, juntos a los embustes e intrigas con que durante años y años traté de ganarme el favor de los Príncipes de la Tierra, ocultando la verdad verdadera tras de verdades fingidas, dando autoridad a mis decires con citas habilidosamente entresacadas de las Escrituras, sin dejar nunca de esbozar, en lucido remate de párrafo, los profetices versos de
Séneca:saecula seris quibus Oceanus
uincula rerum laxet...
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Cualquier noticia que me llegaba, de navegaciones portuguesas, me tenía en sobresalto. De día, de noche, vivía en el temor de que me robasen el mar -mi mar- como temblaba ante posibies ladrones el avaro de la sátira
latina.
En esta mi primera entrevista con la que (y sobradas razones tendría yo más tarde para amar el nombre de ese pueblo) hubiese nacido en Madrigal de las Altas Torres [es decir, la reina], hablé de lo que siempre hablaba ante los grandes y los poderosos; desplegué, una vez más, mi Retablo de Maravillas, mi aleluya de geografías deslumbrantes, pero, al oficiar de anunciador de portentos posibles, desarrollé una nueva idea, madurada por lecturas recientes, que pareció agradar en mucho a mi oyente. Fundándome en las ideas sobre la historia universal concebidas por Pablo Osorio, exponía yo que así como el movimiento de los cielos y de los astros es de Oriente a Occidente, así también la monarquía del mundo había pasado de los asirios a los medos, de los medos a los persas, y después a los macedonios, y después a los
romanos, y después a los galos y germanos, y finalmente a los godos, fundadores de estos reinos. Era justo, pues, que luego de que arrojáramos a los moros de Granada -cosa que no tardaría en suceder- mirásemos hacia el Occidente, prosiguiendo la tradicional expansión de los reinos, regida por el movimiento de los astros, alcanzándose los grandes y verdaderos imperios del Asia -pues eran meras migajas de reinos los que hasta ahora hubiesen entrevisto los portugueses en sus navegaciones, tomándose los rumbos del Levante.Desde luego que invoqué la profecía de Séneca, y con tan buena fortuna que mi regia oyente se mostró ufana de interrumpirme, para citar, de memoria, unos versos de la tragedia:
Haec cum femíneo constitit in choro,
unius facies praenitet omnibus. (latín)
Arrodillándome ante ella repetí aquellos versos, afirmando que en ella parecía haber pensado el gran poeta, al decir que «cuando se erguía en medio del coro de mujeres» -de todas las mujeres del mundo-, «los rostros de las demás se apagaban ante el esplendor del suyo». Tuvo como un leve y deleitoso parpadeo al escucharme, me alzó del suelo y me sentó a su lado, y, a retazos, empezamos a reconstruir, memorizando, la hermosa tragedia... Y, aquel lía, movido por una audacia de la que me hubiese creído incapaz, pronuncié palabras, como dichas por otro -palabras que no repetiré en mi confesión- que me hicieron salir de las estancias reales cuando empezaban a sonar las dianas de los campamentos. Y, desde esa noche venturosa, sólo una mujer existió para mí en el mundo que aún esperaba por mí para acabar de redondearse.
Pero el mundo estaba impaciente por redondearse. Y más impaciente estaba yo aun, nuevamente enredado en líos, controversias, cogitaciones, demostraciones, argucias, discusiones -¡todo mierda!-, de cosmógrafos, geógrafos, teólogos, a quienes trataba yo de convencer de que ni empresa era válida y altamente provechosa, aunque como siempre, como siempre, como siempre, sin poder revelar mi Grarn Secreto: aquel que me hubiese revelado el Maestre Jacobo, allá en las diurnas noches de la Tierra del Hielo. De haber hablado -y más de una vez, de pura rabia, estuve a punto de hacerlo- habría confundido a mis ergotantes objetores. Pero entonces el aspirante a Gigante Atlas hubiese quedado al nivel de un marino cualquiera, más tabernero que estudiante de Pavía, más quesero que piloto de Coulon el Mozo -¡y vayase a saber si, a la postre, no se hubiese entregado a otro el mando de la flota que para mí quería!
Y a las dos de la madrugada del viernes, lanzó Rodrigo de Triana su grito de: «¡ Tierra! ¡Tierra!» que a todos nos sonó a música de Tedeum... Al punto amainamos todas las velas, quedando sólo con el treo, y nos pusimos a la corda, esperando el día. Pero, ahora a nuestra alegría pues no sabíamos lo que íbamos a hallar se añadían preguntas curiosas. ¿Ínsula? ¿Tierra firme? ¿Habíamos alcanzado, de verdad, las Indias? Además, todo marino sabe que las Indias son tres: las de Catay y Cipango, además de la grande -¿el Quersoneso Áureo de los antiguos?- con las muchas tierras menores, que es de donde se traen las especias.
En esta espera deseo, sí, deseo, que los Evangelios no hayan viajado como mis carabelas. Es conflicto del Verbo contra el Verbo. Verbo viajando por el Oriente, que debe madrugar yendo hacia el Poniente. Absurda porfía que puede matarme el cuerpo y obra. Batalla desigual, pues no llevo los Evangelios a bordo -ni capellán que, al menos pudiera narrarlos. ¡Fuego de lombardas y espíngolas ordenaría yo contra los Evangelios, puestos frente a mí, si me fuese posible hacerlo!... Pero, no: bajo sus tapas de oro incrustadas de pedrerías, ellos se mofarían de los disparos. Si la
Roma de los Césares no pudo con ellos, menos puede ahora este mísero marinero que, en alba ansiosamente esperada, aguarda la hora en que la luz del cielo le revele si fue inútil su empresa o si habrá de levantarse en gloria y perdurabilidad. Si Mateo y Marcos y Lucas y Juan me aguardan en la playa cercana, estoy jodido. Dejo, ante la posteridad, de ser Christo-phoros para regresar a la taberna de Savona.
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Porque ahora sí que encontraba reyes -unos reyes que aquí llaman caciques. Pero eran reyes en cueros (¡quién puede imaginar semejante cosa!), con unas reinas de tetas desnudas y, para taparse lo que con mayor recato se oculta la mujer, un tejido del tamaño de un pañizuelo de encajes, de los que usan las enanas que, en Castilla, se tienen en los castillos y palacios para diversión y cuidado de infantas y niñas de noble linaje. (¡Cortes de monarcas en pelotas! ¡Inconcebible cosa para quien la palabra «corte» sugiere, de inmediato, una visión de alcázares, heraldos, mitras y terciopelos, con púrpuras evocadoras de las romanas: Mira
Nero de Tarpeya / a Roma cómo se ardía…)
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Y después del regocijo y las fiestas, y los festines y los bailes, me llegó el mejor de los premios, una carta de Sus Altezas invitándome a la Corte, que, a la sazón, se hallaba en Barcelona, y -esto era más importante aún para mí- apremiándome a que organizara, desde el momento, un nuevo viaje a las tierras por mí descubiertas. ¡Ni César entrando en Roma montando en carro triunfal pudo sentirse más ufano que yo!
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Narré cómo había visto tres sirenas, un día 9 de enero, en lugar muy poblado de tortugas -sirenas feas, para decir la verdad, y con caras de hombres, no tan graciosas, musicales y retozonas como otras que yo hubiese contemplado de cerca, semejante a Ulises (¡tremendísima mentira!) en las costas de Malagueta. Y como lo importante es empezar a hablar para seguir hablando, poco a poco, ampliando el gesto, retrocediendo para dar mayor amplitud sonora a mis palabras,se me fue encendiendo el verbo y, escuchándome a mí mismo como quien oye hablar a otro, empezaron a rutilarme en los labios los nombres de las más rutilantes comarcas de la historia y de la fábula. Todo lo que podía brillar, rebrillar, centellear, encenderse, encandilar, alzarse en alucinada visión de profeta, me venía a la boca como impulsado por una diabólica energía interior. De pronto, la isla Española, transfigurada por mi música interior, dejó de parecerse a Castilla y Andalucía, creció, se hinchó, hasta montarse en las cumbres fabulosas de Tarsis, de Ofir y de Ofar, haciéndose el límite, por fin hallado -sí: hallado...-del prodigioso reino de Cipango. Y allí, allí mismo, estaba la mina ubérrima conocida por Marco Polo, y de eso venía yo a dar la Noticia a este reino y a toda la Cristiandad. Alcanzada era la Cólquide del Oro, pero no en mítica paganía, esta vez, sino en cabal realidad. Y el Oro era noble, y el Oro era bueno: Genoveses, venecianos y toda gente que tenga perlas, piedras preciosas y otras cosas de valor, todos las llevan hasta el cabo del mundo para las trocar, convertir en oro; el oro es excelentísimo; del oro.se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quieraen el mundo, y llega a que echa ánimas al paraíso… Y con este viaje mío prodigioso viaje mío, se había hecho realidad la profecía de
Séneca. Habían llegado los tardos años...saecula seris quibus Oceanus
uincula rerum laxet... (
Aquí corté el verso, pues tuve la impresión algo molesta -acaso me haya equivocado- de que Columba, parpadeando casi imperceptiblemente, me miraba con cara de: Quosque tandem, Christoforo?... Por lo mismo, engolando el tono, me pasé a un registro superior: Y era yo, por la gracia de Sus Majestades, el Abridor y Ujier de los Horizontes Insospechados, acabándose de redondear, o pera, como teta de mujer con pezón arriba -y rápidos encontraron mis ojos los de mi dueña- un mundo que Pedro Aliaco, ilustre canciller de la Sorbona y de Notre Damede París, hubiese visto como casi redondo, casi esférico, tendiendo un puente entre Aristótile y yo.
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Y es deber de reyes y monarcas alentar tales empresas, recordándose que Salomón sufragó un viaje de tres años a sus naves con el solo objeto de ver el monte Sopora; que Alejandro despachó emisarios a la isla de Trapobana, en las otras Indias, para tener un mejor conocimiento de ellas, y que
Nero César (¿por qué se me ocurrió citar a ese abominable perseguidor de cristianos?) puso grandes empeños en saber dónde estaban las fuentes del Nilo. «A príncipes son estas cosas dadas a hacer.» Y ahora ¡bueno! No hallé la India de las especias sino la India de los Caníbales, pero... ¡carajo! encontré nada menos que el Paraíso Terrenal. ¡Sí! ¡Que se sepa, que se oiga, que se difunda la Grata Nueva en todos los ámbitos de la cristiandad!... El Paraíso Terrenal está frente a la isla que he llamado de la Trinidad, en las bocas del Drago, donde las aguas dulces, venidas del Cielo, pelean con las saladas -amargas por las muchas cochinadas de la tierra. Lo vi tal y como es, fuera de donde lo pasearon los cartógrafos engañosos y engañados, de aquí para allá, con sus Adanes y sus Evas movidos -mudados de lugar- con el Árbol entre los dos, serpiente alcahueta, recinto sin almenas zoología doméstica, fieras cariñosas y relamidas, y todo lo demás, al antojo de cada cual. Lo vi. Vi lo que nadie ha visto: el monte en forma de teta de mujer, o, mejor, de pera con su pezón -¡oh tú, en quien pensé!...- centrando el Jardín del Génesis que está allí y no en otra parte, puesto que muchos han hablado de él sin acabar de decirnos dónde se encuentra, porque jamás he hallado... escriptura de latino ni de griego que certificadamente diga el sitio de este mundo del Paraíso Terrenal, ni visto en ningún mapamundo, salvo situado con autoridad de argumento. Algunos lo ponían allí donde son las fuentes del Nilo en Etiopía; mas otros anduvieron todas esas tierras y no hallaron conformidad en ello... San Isidoro y Beda y Strabo y el maestro de la historia escolástica y San Ambrosio y Scoto y todos los sanos teólogos conciertan que el Paraíso Terrenal es en el Oriente, etc. -«es en el Oriente», repito, sin olvidar el etcétera, porque etcétera es cualquier cosa. Se viene a colocar, pues, en un Oriente al que no quedaba más remedio que ser Oriente en tanto se pensó que existía un solo Oriente posible. Pero, como yo he llegado al Oriente navegando hacia el Poniente, afirmo que quienes tanto dijeron estaban errados, dibujando mapas fantasiosos, engañados por consejas y fábulas, porque, en lo que pudieron contemplar mis ojos hallo las pruebas de que he dado con el único, verdadero, auténtico Paraíso Terrenal tal como puede concebirlo un ser humano a través de la Sagrada Escritura: un lugar donde crecían infinitas clases de árboles, hermosos de ver, cuyas frutas eran sabrosas al gusto, de donde salía un enorme río cuyas aguas contorneaban una comarca rica en oro -y el oro, repito y sostengo, que allí yace en enorme abundancia aunque yo no hubiese sido favorecido por el tan esperado golpe- golpeador golpeado por no venirle golpe alguno... Y, tras de invocar a Isidoro, Ambrosio y Escoto, teólogos de verdad, para joder a los mediocres teólogos españoles de ahora que siempre me llevaron 1a, enemiga, me remonto a la ciencia de Plinio, de Aristótile y una vez más a la videncia de Séneca, para asentarme en la incontrovertible autoridad de los antiguos, respaldados -cual Virgilio, anunciador de Tiempos Nuevos- por la misma Iglesia...
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Todos lo.españoles -sin olvidar a los gallegos y vizcaínos a quienes siempre vi como gente diferente- me juraron y volvieron a jurar, pensando que con ello habrían de conservar lo que, según Esopo, es lo mejor y lo peor que en el mundo existe. Yo necesitaba que Cuba fuese continente y cien voces clamaron que Cuba era continente…
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Persiguiendo un país nunca hallado que se te esfumaba como castillo de encantamientos cada vez que cantaste victoria, fuiste transeúnte de nebulosas, viendo cosas que no acababan de hacerse inteligibles, comparables, explicables, en lenguaje de Odisea o en lenguaje de Génesis.
str. 148-149
Venido del misterio me aproximo ahora -tras de cuatro jornadas de
argonauta y una de menesteroso...- al terrible minuto de la entrega de armas, pompas y andrajos. (…) Que mi confesión se reduzca a lo que quiero revelar. Diga Jasón como en la tragedia de Medea [Séneca]- lo que de su historia le conviene contar, en idioma de buen poeta dramático idioma de jaculatoria y coraza, muchos gemidos para mayor indulgencia, y nada más...
3. La sombra
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«¡Silencio! O hago expulsar a los revoltosos -dice el Presidente. Y, viendo restablecida la calma ¿Qué hay de cierto en eso de que los indios eran caníbales?» Toma la palabra Fray Bartolomé: «Para empezar diré que los indios pertenecen a una raza superior, en belleza e inteligencia e ingenio... Cumplen satisfactoriamente con las seis condiciones esenciales, exigidas por Aristótiles para formar una república perfecta que se baste a sí misma.» («¡Ahora va a resultar que edificaron el Partenón y nos dieron el Derecho Romano!», exclama León Bloy.) «¿Pero comen o no comen carne humana?», pregunta el Presidente. «No en todas partes, aunque es cierto que en Méjico, sí se dan casos, pero es más por su religión que por otra causa. Por lo demás, Heródoto, Pomponio Mela y hasta San Jerónimo nos dicen que había también antropófagos entre los escitas, masagetas y escotos.» «¡Vivan los caníbales! ¡Vivan los caníbales!», claman, a una. León Bloy y los Impugnadores de la Leyenda Negra.
str. 168-169
Pide la palabra ahora José Baldi, y comienza a hablar con voz dulzona y conciliadora: «El eminente filósofo francés Saint-Bonnet...» «Fue mi maestro», murmura León Bloy. «...en su tratado sobre El dolor, escribió, al final del capítulo XXIX estas palabras que someto a vuestra meditación: "La esclavitud fue una escuela de paciencia, de mansedumbre, de abnegación. Sólo el orgullo impide la Gracia a penetrar en el alma, y es la Humildad quien, retirando ese obstáculo, le franquea el camino. Por ello, en su sabiduría, el hombre antiguo hallaba en la esclavitud algo como una necesaria escuela de paciencia y resignación, que lo acercaba al Renunciamiento, virtud del alma y fin moral del cristianismo”.»
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Fray Bartolomé se yergue nuevamente ante el Tribunal: «Tengo por seguro que, si no le fuera impedido con la gran adversidad que al cabo le vino, él hubiera acabado en muy poco tiempo de consumir a todos los pobladores de estas islas, porque tenía determinado de cargar de ellos los navios que le viniesen de Castilla y de las Azores, para que se vendieran como esclavos, dondequiera que tuviesen aceptación.» Esta vez León Bloy se encara con el Presidente: «Esto es un proceso de intenciones... Tengo por seguro... Tengo por seguro... ¿Qué validez pueden tenerlas suposiciones de este embustero?» «¡Colón arrojado a las fieras!», claman los Impugnadores. «¡Nerón! ¡Nerón!», espeta uno al Abogado del Diablo que, riendo, cierra el puño, apuntando con el pulgar hacia abajo.
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¡Cómo te envidio Doncel, más batallador que yo, aunque se te fígurase en la tapa de tu enterramiento leyendo un libro -un libro que acaso fuese de Séneca el Viejo, mientras yo, buscando las claras profecías que se encerraban en su Medea, traducía reveladoras estrofas del otro
Séneca!...
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«¿Y te dejaron subir al vagón así, así, casí en cueros, hecho un Neptuno de alegoría mitológica?» «No olvides que tú y yo pertenecemos a la categoría de los Invisibles. Somos los Transparentes. Y como nosotros hay muchos que, por su fama, porque se sigue hablando de ellos, no pueden perderse en el infinito de su propia transparencia alejándose de este mundo cabrón donde se les levanta estatuas y los historiadores de nuevo cuño se encarnizan en revolver los peores trasfondos de sus vidas privadas.» «¡Dímelo a mí!» «Así, muchos ignoran que a menudo viajan, en ferrocarril o en barco, en compañía de la griega Aspasia, el paladín Roldán, Fray Angélico o el Marqués de Santillana.»
str. 181-182
Y recordó el Invisible a Séneca, cuya Medea fuese durante largo tiempo su libro de cabecera, identificándose con Tifis, timonel de Argonautas, en las estrofas, muy sabidas, que se le cargaban, ahora, de un sentido premonitorio: «Tifis tuvo la audacia de desplegar sus velas sobre el vasto mar / dictando nuevas, leyes, a los vientos... / Hoy, vencidas las aguas, sometidas a la ley de todos / el esquife más endeble puede transponer sus horizontes / y fueron rotos los linderos conocidos / y las murallas de nuevas ciudades son edificadas / sobre tierras recién descubiertas. / Nada ha quedado como antes / en un universo accesible en su totalidad»... Y mientras empezaban a sonar claras campanas en aquel mediodía romano, se recitó los versos que parecían aludir a su propio destino: «Tifis, que había domado las ondas tuvo / que. entregar el gobernalle aun piloto de menos experiencia / que, lejos de los predios paternos, / no recibiendo sino una humilde sepultura / bajó al reino de las sombras oscuras»...